jueves, 29 de enero de 2015

A todo se acostumbra uno,
a las lágrimas de mis apretados ojos acidificando mi estómago,
a las alas marchitas de este tren que huye y personifica,
a mí, a mí mismo.
Y tengo la cama en yagas, y en canal las yagas abiertas
sobre la almohada, esperando en carnaval rescate:
olvidado, con mis carnes olvidadas,
con el grito de mi martinete sobre el fuego que fragua, fatuo aunque sincero,
donde mis uñas tiznadas de nácar negro necrosan mi lengua,
y la secuencia de un dolor, y el eco de esa boca tuya, que no besa.

Y con mil palabras que no uso, y con dos cientos poemas que no siento.

Olvidado, con la cama en yagas y la carne desgarrada,
y aún así, a todo se acostumbra uno.
Resucitado, lleno de salitre,
con el moho de mis venas cocinado a lento hervor,
los zócalos y los umbrales inquietos como niños en zaguanes,
como soga en un madero de esos techos antiguos, sin barniz,
y sin nariz, perdida de buscar cal caliente en el norte.

Lo decía cruzcampo y lo decide Dios,
porque ni una sonrisa esponjonsa, carga de mentiras una maleta llena de realidad.

(a la que se acostumbra uno)

                                                                                   Jesús Murga
                                     Nada tiene sentido en esta vida


 Hallábase el joven acostado en su cama a altas horas de la madrugada, envenenando su mente con pensamientos que no tenían ninguna importancia. Cada uno era más deprimente que el anterior y, así, llegó a la conclusión de que deseaba morir. 
No siendo consciente de ello, paseó tontamente su mano por la superficie de la cama y halló una pistola. Sin mostrar el más leve signo de asombro, es más, con la mirada aún fija en la más incierta oscuridad, sumido en la nada de su mente, se la llevó a la sien y, sin dudar un instante, apretó lo que su subconsciente le decía que era el gatillo. Oyó un disparo, y después... nada. Hacía tiempo (¿horas, minutos?, era difícil precisarlo en ese momento) que se había dado cuenta de que sentía una gran curiosidad por saber qué había después de la muerte, y ahora estaba allí: sólo, fascinado, en la más rotunda oscuridad, una oscuridad que le absorbía tanto mental como ¿físicamente? No estaba seguro de si en aquel lugar existiesen realmente espacio ni tiempo, pero eso no tenía importancia. Por primera vez en mucho tiempo sintió algo de interés por algo y comenzó a andar entre tinieblas. Anduvo lo que a él le pareció una eternidad sin un rumbo fijo buscando, siempre buscando. ¿El qué? No es algo que yo pueda responder. En cierto momento, sintió una amenazadora presencia tras de sí. Se detuvo y, creyendo que lo habría imaginado, se volvió lentamente confiando, por otra parte, en que, por fin, lo hubiera encontrado; lo que vio, sin embargo, le produjo una mezcla de terror y dubitación: resaltando con las negras inmensidades del abismo, pudo percibir la silueta, ligeramente visible, de lo que parecía un niño pequeño de ojos rasgados, que le miraba fijamente con aquella profunda y negra mirada que parecía leer su esencia como si fuera un libro abierto. El joven aguardó, sometiéndose a la honda presencia con la que aquel ser iba rellenando todos los rincones de su alma. Al fin, el niño habló:
-Has obrado según tu instinto; ahora, puedes elegir entre vivir o venir conmigo.
Entendió entonces que había llegado la hora, la hora de su Juicio. Cuando el joven le dio una respuesta, sintió como si el medio que le rodeaba estuviera sufriendo un profundo cambio; no habría podido distinguir su naturaleza, aunque se lo hubiera planteado. Vio que la silueta del niño se elevaba y, cuando estuvo a una altura considerable, su figura se iluminó y distinguió la forma de un ángel que subía plácidamente batiendo las alas y le miraba con su repugnante rostro descarnado de ojos que no podían ver nada. Se sintió caer, cayó irremediablemente, hacia lo que él creía su perdición; pero vio algo, iba a chocar, y por un momento se sorprendió al ver que era él mismo, que se acercaba a gran velocidad, después... todo se volvió oscuro, se había parado, la calma volvía a él, como una cálida presencia que le indicaba que todo había terminado. Había en este nuevo ambiente un aroma que le resultaba familiar y le seducía, como si una vez hubiera pertenecido a esa dimensión, pero hace mucho, cuando el tiempo aún era joven y los dioses aún no habían nacido. De pronto, las tinieblas se fueron disipando, dejando paso a un tono rojo anaranjado; en aquel momento lo entendió todo, supo que ya no estaba en un medio inmaterial, sino que volvía a respirar, tranquilo por haber vuelto de un tan largo e incierto viaje. Con una curiosa sensación de nostalgia y pesadumbre, abrió los ojos. Estaba allí, en su cuarto, acostado en su cama. Los primeros rayos del sol matutinos entraban perezosamente por una ventana que había junto a él. Con un bostezo, el joven se incorporó y miró a través de ésta. Las nubes viajaban despreocupadas por el cielo azul, empujadas por una fresca brisa estival. Respiró hondo y sintió como si se le purificara el cuerpo. Ya no había nada que temer; lo veía todo desde otro punto de vista. Se levantó, abrió la ventana y acogió aquella misma brisa con ansias de más, ansias de vida.



                                                                                                               Anónimo. 

lunes, 19 de enero de 2015

El hombre de la tormenta en las costillas

A veces nace un hombre con una tormenta cosida a sí.
Trae los nubarrones anudados fuertemente en algún lugar cercano a la tercera costilla de Adán. O a la sexta, no sé muy bien.
Es como un órgano más, que late con su propio ritmo, y en ocasiones hace hervir la sangre como el agua de un puchero. Pobres condenados, estos hombres. Viven como si controlaran la tormenta que acarrean en las costillas… Ilusión banal de autocontrol y suficiencia.
Pues es la tormenta la que los controla a ellos.
A veces estalla, la muy puta, cuando ni se la oye venir siquiera. Ruge, retuerce, estripa y emponzoña las costillas, la sangre y hasta las manos.
La cabeza se ve embotada, y el corazón también, y el hombre se ve condenado a navegar a la deriva durante el tiempo que dicte la tormenta. Niña caprichosa que respira temblores de miedo y sudor. Indómita, reina de las calamidades. Insaciable, trata de destruir lo que toca. Así funcionan las tormentas.
El hombre a la deriva ha de esperar a que pase. Aguantar el tirón, aferrarse a cualesquiera que sean los maderos que continúen a flote, y dejarla hacer. Aceptar la impotencia humana ante la tormenta. Y resistir el empellón del agua, la negrura sobre el horizonte y la destrucción de los cultivos.

Luego, cuando llega el tiempo en que debe suceder, la tormenta amaina. Y el hombre puede reconstruir lo derribado, calmar el sollozo de las plantas y prometer –y prometerse- un futuro sin tormentas, ni tapias derruidas.
Pero ése es el tiempo de gesta.
Cuando culmine el ciclo, la tormenta volverá a ennegrecer todo el cielo, a llover y a tronar, despiadada. Volverá a deshacer lo sembrado y a destruirlo todo –menos los muros más resistentes. El hombre lo sabe. La espera. La (pre)siente. Arraigada dentro, y amamantada por la tercera costilla. O por la sexta, no sé muy bien.


                                                                                               iBarranco

domingo, 18 de enero de 2015

Llevo meses de luto por indiferencia.
Curioso ritual por algo que no me importa.
Las tardes de enero rebosan de invierno,
de ese que cuando lo releo
me dan ganas de abofetearme por dramática.

Qué cansina y monótona
la incomprensión a edades tempranas.

La ignorancia llama a la puerta de los egocéntricos.
Parece que no os han dicho que de mentiras no se vive
y que es tremendamente asqueroso
eso de usar la retórica para tergiversar.
Como si fuerais capaces de alcanzar la utopía. 

Que parecéis vagabundos rodeados de luces de neón
que anuncian amparo y un baño caliente
y seguís llorando porque nadie os quiere.

Inconformistas.

La felicidad no vendrá de la mano de nadie
más que de la de uno mismo.

No merece la pena perder el tiempo,
por eso me quedo con estas conversaciones.
Y aunque mira,
sé que no le llegan ni a los talones a las nuestras,
pero al menos tengo con quien brindar
un vaso lleno de medias risas
y no me quedo como tú,
llamando a gritos el rechazo
cuando todos te tienden los brazos.


Basta ya, hombre, es hora de cambiar.

                                                                  Alejandra S.    http://wewerelikestrangers.blogspot.com.es
Mírame, cobarde, mírame en el espejo. Habla conmigo a través de ese cristal opaco y dime en qué estás pensando.
Deja de ver si la barba te ha crecido demasiado o si tienes mocos y mírame a mí.
A tí.
A nosotros.
A la mezcla perfecta de cobardía y razonamiento, al monstruo que creaste cuando te hiciste consciente de tí mismo.
No puedes dar ni medio paso sin pararte a pensar en las consecuencias de hacerlo.
Meditas cada respiración: inhalas, piensas por qué inhalas y de dónde viene ese aire, el camino que recorrió hacia tus pulmones y el mundo que ha conocido antes de llegar a ti, y exhalas, pensando a dónde irá y si se lleva algo de tí con él.

Vacía tu mente, deja de pensar, de actuar, de ser. Tan solo sé un cuerpo presente en el Universo y no te preocupes por creer que el mundo gira hacia otro lado cuando haces algo sin meditar.
No, ¿verdad?, no puedes. Bueno, para eso estoy yo, para recordarte que estás vivo.

                                                                                        Paco el Labio
Yo escribo
Cuando los labios callan
El alma otorga
Y las miradas mienten.

Yo escribo
Cuando el sol se apaga
Las nubes lloran
Y la tormenta ríe

Yo escribo
Cuando los pájaros cantan
La lluvia moja
Y las hojas perennes caen

Yo escribo en lo imposible
Yo escribo en lo real
Yo escribo en la felicidad,
En la decadencia

Yo escribo.
       
                      Isabel Serrano      http://larazonestaenloslibros.blogspot.com.es

Llueve y no eres tú.
Ya no soy yo.
No existe ese «nosotras»
que le daba un poco de sentido 
a todo.

El cielo se ha roto 
al vernos tan doloridas y heridas.
Ya no son los polvos los que nos hacen,
somos tú y yo haciéndonos polvo.

Las mentiras.
Ya no son piadosas 
y ahora 
nos las escupimos a la cara.

Y el dolor,
¿cuándo ha sustituido al color de aquellas mañanas? 

Por dentro estoy como a fuera. 
Gris, opaca, pesada, deshecha, rasgada.
Y tú cosida a cada rincón de esta casa.
Y yo que me dejé demasiado entre tus cuatro paredes.

Y es que no estoy hecha para sobrevivir a un día de lluvia, 
si estás tan lejos 
y no puedo refugiarme en ti.

                                                      María M.     http://ennuestrocaos.blogspot.com.es